Agosto 2005

Cuando empezó el Siglo XX (I)

1905

El siglo XX quizás haya sido el período en el que más vertiginosamente cambió el mundo: mutación política y geopolítica, desarrollo económico, progreso científico y tecnológico sostenido. Centuria de grandes guerras, violencia, tragedias y muerte; períodos de emancipaciones, de bienestar y conocimiento.
1905 se recuerda hoy como el año de los milagros, en clara alusión a los descubrimientos de Albert Einstein; hito fundamental en el campo de las ciencias aunque, desde entonces, la “revolución” pareció extenderse a todos los rincones del planeta, y en todas sus formas. Científicos, políticos, médicos y filósofos; obreros, artistas e intelectuales supieron darle brillo a la historia o manchar páginas con sangre.
Einstein fue el personaje inspirador y disparador para hacer un repaso histórico y homenajear a los grandes personajes protagonistas de 1905. Con seguridad, muchos nombres y acontecimientos habrán quedado fuera de esta selección que siempre será subjetiva. Para este dossier convocamos a profesores, investigadores y colaboradores de UBA:encrucijadas que desde su disciplina supieron encontrar las palabras justas no sólo para rendir homenaje, sino también para revisar y recordar los inicios del siglo pasado. Por razones de espacio, este número incluirá el material concerniente al ámbito internacional, y en el próximo abordaremos los temas nacionales.
En el primer artículo, Horacio Cárdenas, Alejandro Gangui, María Iglesias, Ezequiel Leschiutta y Paula Santamaria nos presentan de manera desacartonada al gran genio de la física internacional. Einstein humano, Einstein científico, hombre de familia y navegante. Además, nos permiten entender sus descubrimientos mediante ejemplos prácticos de la aplicación de los mismos.
Ezequiel Adamovsky rememora la revolución rusa de 1905, “una de las revoluciones más importantes del siglo XX”. La intensidad del movimiento revolucionario iniciado con el Domingo Sangriento y profundizado por el famoso motín del Acorazado Potemkim, culmina en fracaso, excepto por la aparición y subsistencia de los soviets, que se transformarían en el paradigma fundamental de la lucha revolucionaria no sólo en Rusia, sino en buena parte del mundo a lo largo de todo el siglo.
En el campo de las letras, conoceremos a un visionario como pocos, Julio Verne. Escritor francés fallecido en 1905, fue quizás quien con más aproximación llegó predestinar a través de la ficción los adelantos que se producirían en el campo de la ciencia y la tecnología. Martín Paz analiza su obra y reconstruye trozos de la historia que alguna vez fueron pura imaginación.
A continuación, Tomás Abraham realiza una aproximación cronológica a la obra de Jean Paul Sartre, filósofo, novelista y dramaturgo nacido en 1905 en Francia. A través de su artículo, Abraham hace un recorrido de la obra de Sartre, declarando su vigencia y afirmando la necesidad de leer a quien fuera uno de los mayores exponentes del existencialismo y del pensamiento universal.
Cerrando el dossier, se abordarán los temas científicos. La doctora Ana María Putruele nos acerca a la incansable labor de Robert Koch, Premio Nobel de Medicina en 1905 por sus trabajos de investigación sobre enfermedades infecciosas. Los descubrimientos de este científico alemán continúan aún hoy vigentes, y constituyen herramientas de avanzada en la lucha contra la tuberculosis y el cólera, entre otras enfermedades.
Liliana María Mola, Sergio Gustavo Rodríguez Gil y Pablo Javier Rebagliati develan la historia que hace cien años marcó la asociación entre la determinación del sexo y los cromosomas X e Y. ¿Qué determina que un organismo presente características femeninas o masculinas? ¿Qué papel cumplen los cromosomas en esta determinación?. Si bien hoy estas preguntas puedan tener una respuesta clara, recién en 1905, luego de muchos años de investigación se dieron los primeros pasos en esta materia, aunque se estaba muy lejos de una descripción tan compleja como la que se conoce en la actualidad. No sólo por el desarrollo científico de los últimos cien años, sino también por la fuerte influencia de pensamientos sociales y religiosos preponderantes hace un siglo.

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El año milagroso de Einstein

Movimiento, luz, whisky… y otros excesos

Fue en 1905, entre los meses de marzo y septiembre, cuando luego de cumplir los 26 años Albert Einstein envió a publicar cinco trabajos que sacudieron los cimientos de la física y abrieron nuevas líneas de investigación con un gran e insospechado futuro. Con un lenguaje práctico, este artículo revela la obra del científico a través de la aplicación cotidiana de sus descubrimientos y nos acerca a una faceta humana del gran genio del siglo pasado.


HORACIO CÁRDENAS, ALEJANDRO GANGUI, MARÍA IGLESIAS, EZEQUIEL LESCHIUTTA Y PAULA SANTAMARIA
CEFIEC –Centro de Formación e Investigación en la Enseñanza de las Ciencias–, Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de Buenos Aires.

Me desperté un viernes y, como el universo se expande, encontrar mi robe de chambre me llevó más tiempo que el usual.” Woody Allen no hubiera podido jamás escribir esta frase si no fuera gracias a –o por culpa de– Albert Einstein.
La expansión del universo, tan globalmente aceptada en la actualidad, es una consecuencia de la teoría de la relatividad (que ha permitido el desarrollo de la “cosmología relativista”). Claro que esta expansión no la vemos como lo sugiere Woody. Pues nosotros sabemos que, aparte de la gravitación, existen otras fuerzas que mantienen “agarrados” entre sí a los mosaicos de la habitación, a las piezas de la casa, a las casas del barrio, a los barrios de la ciudad, y a las ciudades del planeta. En ausencia de dichas fuerzas, la robe de Woody, en efecto, sería arrastrada por la expansión.
Por otro lado, las observaciones astrofísicas modernas que muestran cómo es nuestro entorno astronómico dependen de la luz que recibimos de las estrellas y galaxias lejanas. Para estudiar esa radiación estelar se emplean detectores digitales (como las cámaras fotográficas tan en boga hoy). Dichos detectores convierten la radiación (los corpúsculos de luz o fotones) en impulsos eléctricos. Algo similar sucede con los paneles solares, tanto a bordo de los satélites de comunicaciones como aquí en la Tierra. Estas cámaras y paneles solares no se hubieran desarrollado jamás si no fuese porque emplean el llamado efecto fotoeléctrico, cuya cabal comprensión se logró –nuevamente– gracias a otros estudios pioneros de Einstein, en este caso, realizados hace justo cien años [ver “Efecto fotoeléctrico: ¿Qué es?”].
Y la lista puede seguir... Woody Allen quizá no leyó lo suficiente sobre Einstein, pues de haberlo hecho, hubiera descubierto otros estudios del célebre científico que le aclararían varias cosas más. Pues en otro de sus trabajos de 1905, Einstein explica el extraño movimiento errático de objetos (muy pequeños) que se mueven en zig-zag, hacia adelante y hacia atrás, constantemente y sin una causa bien definida. Hoy bien conocido como el “movimiento browniano”, este andar zigzagueante e impredecible muy bien puede explicar el desplazamiento característico de aquellos que se pasan de copas los jueves a la noche... y que al despertar ven una habitación “en expansión” [ver “El caos, Einstein, el orden”].

1905: el año de los milagros

Este año –el 2005– es celebrado mundialmente como el Año de la Física y conmemora los primeros cien años de una serie singular de trabajos científicos surgidos del genio de Einstein. Luego de cumplir los 26 años de edad, entre los meses de marzo y septiembre Einstein envió a publicar cinco trabajos (uno de ellos, con el material de su tesis doctoral) que sacudieron los cimientos de la física y abrieron nuevas líneas de investigación con un gran e insospechado futuro.
Los temas de estos trabajos explicaban observaciones pioneras en la naciente teoría cuántica –justamente, el efecto fotoeléctrico–; permitían explicar el comportamiento de las ondas electromagnéticas en diferentes sistemas de referencia –postulando la invariancia fundamental de la velocidad de la luz y, a partir de allí, deduciendo la relatividad de distancias y tiempos para diferentes observadores–; mostraban que, como consecuencia de los “postulados” de la relatividad, la masa resultaba ser una forma de energía convertible en otras formas diferentes –la famosa relación E=mc2– y, finalmente, explicaban el movimiento errático de pequeñas partículas de polen inmersas en un líquido –el “movimiento browniano”–, que permitiría poner en evidencia firme la existencia de los átomos como constituyentes básicos de la materia.
Todo eso en sólo algunos meses del año 1905, donde debemos además incluir unas cortas vacaciones en Serbia en casa de sus suegros (su esposa Mileva Maric, que venía de una familia Serbia, se había trasladado a Suiza donde conoció a Albert), el estrés de presentar su trabajo de tesis doctoral y, por supuesto, el tiempo que le llevaba trabajar en la Oficina de Patentes de Berna, su verdadera fuente de ingresos para mantener una familia de tres (la pareja ya tenía un hijo, Hans Albert, de un año de edad).
Años fabulosos como el de 1905 no se han producido muchas veces en la historia. En los anales de la física sólo hay unos pocos ejemplos. El período 1665-1666 es quizás el que más rápido acude a la memoria, y sucedió cuando el joven Isaac Newton debió abandonar Cambridge y refugiarse en la tranquilidad de Woolsthorpe Manor, en Lincolnshire, para escapar de la peste que asolaba las grandes ciudades de Inglaterra. Fue allí, en la soledad total de la granja donde había nacido en la Navidad de 1642, que Newton realizó avances revolucionarios en matemática, óptica, física y astronomía. Con menos de 25 años de edad, Newton desarrolló el cálculo diferencial e integral (que llamó “método de fluxiones”), hizo descubrimientos pioneros sobre la luz y el color, y concibió el camino intelectual que años más tarde cristalizaría en su novedosa ley de la gravitación universal, finalmente aparecida en sus Principia de 1687. En sus propias palabras: “Todo esto sucedió en los dos años de la peste 1665-6. Ya que en esos días me encontraba yo en la flor de la edad para la invención y me interesé en matemáticas y en filosofía [ciencias naturales] más que en todo otro momento posterior”. Algo similar a esto afirmaría Einstein –muchos años después– con relación al año 1905.

Relatividad y gran unificación

Quienes lo han escuchado tocar jazz en algún pub de Nueva York, afirman que el clarinete de Woody Allen no suena tan mal. El padre de la relatividad, por supuesto, no se quedaba atrás. Sabemos que Einstein tenía varios hobbies: tocar el violín cuando era joven –sobre todo las sonatas de Mozart– y, ya entrado en años, navegar en total soledad en un pequeño bote a vela. También sabemos que, luego de los papers fundacionales del famoso año 1905, siguieron otros trabajos que llevaron al láser y, en 1915, a la relatividad general. Esta última fue la teoría que desplazaría definitivamente a la gravitación universal de Newton, luego de más de 220 años de reinado absoluto, y que daría origen –como ya mencionamos– a la posibilidad de un universo en expansión.
Pero eso no es todo: las teorías de la relatividad (la de 1905 y la de 1915) no son sólo importantes para el estudio del cosmos y de los objetos astrofísicos más densos; aunque nosotros mismos nunca lleguemos a desplazarnos a velocidades próximas a la de la luz ni nos acerquemos jamás a un agujero negro, estas teorías son desde hace unos cuantos años también relevantes en nuestra vida diaria [ver “¿Es importante la Relatividad en la vida cotidiana?”].
Entre 1916 y 1925 (año en que visita la Argentina), Einstein siguió haciendo contribuciones notables a la ciencia, especialmente en lo que hace a la teoría cuántica, pero lentamente se fue desilusionando con esta teoría, sobre todo debido al papel preponderante que adquieren las probabilidades –frente a las explicaciones causales– en la descripción del mundo subatómico. De ahí su famosa frase: “Dios no juega a los dados”.
Por el resto de sus días, y hasta su muerte en 1955, Einstein se concentró en la búsqueda de una “teoría unificada de la física”. Una teoría de la que pudieran deducirse la gravitación y el electromagnetismo, así como también la existencia de partículas elementales y las constantes de la naturaleza, como la carga del electrón y el valor de la velocidad de la luz.
Lamentablemente, su búsqueda de la gran unificación no lo llevó a buen puerto. Aparte, había cosas que Einstein no podía conocer en la época, y que no se comprenderían bien sino años después de su muerte, como por ejemplo el accionar de las fuerzas nucleares débil y fuerte. Esto llevó a uno de sus biógrafos, Albrecht Fölsing, a afirmar en 1993 lo siguiente:
“Incluso los más fervientes admiradores de Einstein estarán de acuerdo en que el progreso de la física no habría sufrido demasiado si este científico –el más grande de todos– hubiera pasado los últimos 30 años de su vida navegando”. Estamos seguros hoy de que esta crítica no está bien fundada, no sólo porque su búsqueda de la gran unificación marcó el rumbo que hoy persiguen la mayoría de los físicos teóricos, sino también por el simple hecho de que el famoso paper “EPR” de 1935 (la famosa paradoja de Einstein-Podolsky-Rosen y su crítica –constructiva– a los fundamentos de la mecánica cuántica) nunca hubiese sido escrito… de haberse pasado Albert todo su tiempo en el bote.
Woody Allen comentó que en una ocasión quiso aprovechar la “curvatura del espacio” para dejarse caer sobre una secretaria (según él mismo, “formada más por ondas que por partículas”) que desconocía las teorías de Einstein (o que conocía muy bien la existencia de las otras fuerzas no gravitacionales). El resultado fue un ojo morado del tamaño de una supernova: “Imagino que la física puede explicarlo todo, salvo a las mujeres” –afirmó nuevamente Woody–, “…le dije a mi esposa que el moretón se debió a que en realidad el universo se estaba contrayendo –no expandiendo– y que, simplemente, en ese momento yo no estaba prestando atención”.

Referencias

–”Strung out”, por Woody Allen, The New Yorker, 28 de julio, 2003, p. 96.
–Para saber más sobre la paradoja EPR, véase la contribución de J. P. Paz a las conferencias del ciclo El Universo de Einstein - sitio web:
www.universoeinstein.com.ar (de próxima aparición).
–El espacio-tiempo de Einstein, Rafael Ferraro, Ediciones Cooperativas, Buenos Aires, 2005.
–El Big Bang, la génesis de nuestra cosmología actual, Alejandro Gangui, Editorial Eudeba, Buenos Aires, 2005.
–”Acerca de un punto de vista heurístico referido a la generación y transmutación de la luz”, Albert Einstein, Annalen der Physik 17, 132-148 (1905) [disponible en el sitio web arriba mencionado].
–”El demonio de Maxwell”, en El breviario del señor Tompkins: en el país de las maravillas la investigación del átomo, George Gamow, Fondo de Cultura Económica, 1985.

 

Efecto fotoeléctrico. ¿Qué es?

El efecto fotoeléctrico se usa continuamente en los paneles solares que dan energía eléctrica a los satélites, para abrir puertas automáticas o para regular los diafragmas fotográficos, por ejemplo. Pero si la maestra me pregunta, yo contesto: “Es un… es un efecto… relacionado con… mmhh…, donde participan… mmhh… la luz (de foto… fotografía) y… mmhh… algo eléctrico… mmhh… la electricidad…, digo: ¡los electrones!”.
Bueno, para empezar digamos que no está nada mal. Por un lado tenemos la luz (visible o no) y por el otro, los electrones. Por ejemplo, podemos iluminar los electrones ubicados en una región determinada, como los que están en una plancha de metal.
Pero ¿qué es “efecto”?... El diccionario me comenta que es algo así como un fenómeno, revelado por una experiencia ingeniosa, cuidadosa o compleja, cuya explicación exige un considerable esfuerzo teórico…
Digamos que esa experiencia “ingeniosa” les cayó en las manos –de pura suerte– a unos físicos que, por 1890, estaban ocupados haciendo cosas parecidas. Allí descubrieron que al iluminar una plancha con cierta luz, se desprendían electrones. Estos físicos experimentales (“los iluminadores de planchas metálicas”), después de muchos intentos y mediciones precisas pudieron responder las siguientes inquietudes: ¿Qué pasa al iluminar la plancha con luz más intensa? ¿Qué hacer para que se desprendan más electrones? ¿Con cualquier tipo de luz se desprenden los electrones?
Convengamos en que si bien nosotros podemos encender la luz en un cuarto, no esperemos ver a los electrones salir simpáticamente del picaporte metálico de la puerta. De hecho estas cosas nos pasan desapercibidas, y les han pasado desapercibidas hasta a los más cuidadosos observadores por milenios.
Ahora bien, un físico teórico del 1900 respondería esas preguntas tal vez del siguiente modo: “Si bien no conozco los resultados que obtuvieron los físicos experimentales, me adhiero a un marco teórico (el que está de moda) que podría predecir qué es lo que pasaría. Por un lado tengo a los electrones que considero que son partículas, ya que se pueden identificar con su masa, su carga eléctrica y su ubicación. Por otro lado, considero que la luz, desde que se enciende la lámpara hasta que llega a la plancha metálica, se puede interpretar como una onda, como las que aparecen en un lago sereno luego de haber arrojado una piedra. Es decir, identifico aquellas magnitudes evidentes de la luz como son su color e intensidad, con las variables de una onda: la intensidad de la luz la represento con la amplitud (cuán alto es el bucle de la onda) y el color lo relaciono con la frecuencia (la cantidad de bucles que pasan por segundo). Para que de la plancha se desprendan electrones más veloces, debería exponerla a una luz más intensa… ¿no?... ya que es más enérgica. El color, por el contrario, no influiría para nada… (no importaría si se tratase de luz visible, infrarroja o ultravioleta)”.
Sin embargo, esta “teoría”, que tal vez convenza a nuestro parecer, no encajaba con los resultados de “los iluminadores de planchas”. No encajaba para nada, y eso era detestable, pues aquel marco teórico sí servía para los demás experimentos realizados con la luz. O arrojaban a la basura dichos descubrimientos, o se les venía todo abajo. Se necesitaba pues una nueva idea, que quizás exigiese un considerable esfuerzo, o por lo menos alguna explicación ingenua a la que no le importase mucho romper aquel prestigioso marco teórico.
Así fue que Albert Einstein publicó tímidamente en 1905 un artículo transgresor para la época, al cual pocas personas prestaron atención, en el que daba una explicación sencilla del efecto fotoeléctrico. Con su famosa ecuación: “Energía es proporcional a la frecuencia”, o más rigurosamente y usando la notación actual: E=h.f (donde h es la constante de proporcionalidad), Einstein logró interpretar la luz como un chorro de energía cuantificable y localizada, como si se tratara de partículas (canicas) hechas de energía –cuantos o fotones–.
Su valor, el contenido energético de cada canica, vendría entonces determinado por la frecuencia (el color) y no por la intensidad, como se creía. Al iluminar la plancha metálica se produciría un choque entre la “canica luz” y la “canica electrón” (ya que Einstein “consensuó” un poco con los físicos de aquel entonces, considerando al electrón como una partícula). Una canica luz le transferiría toda su energía a una sola canica electrón. Ésta, a su vez, sacrificaría parte de esta energía para poder desprenderse de la plancha y, lo que le sobra, lo emplearía para moverse fuera de ella. Y como la ecuación señalada lo determina, una canica roja (de pequeña frecuencia) le entregaría al electrón menos energía que una canica rayos X (de mayor frecuencia).
Pero este marco teórico se escondió entre los papeles...
Pasaron unos diez años y la predicción de Einstein fue puesta a prueba experimentalmente por Robert Millikan, quien con nuevas y precisas mediciones pudo obtener el siguiente gráfico (ver en esta página).
¿Y adivinen qué? ¡Concuerda con las formulaciones hechas por Einstein! Esto lo hizo merecedor del Premio Nobel.
Gracias a esta teoría se pudieron construir tecnologías como las mencionadas al principio de este apartado. Ahora la cantidad de electrones desprendidos se explica por la intensidad de la luz: mayor intensidad de luz = mayor cantidad de canicas de luz que chocan con los electrones = mayor cantidad de electrones que se desprenden. En el caso de las puertas automáticas del ascensor, al obstruir con el pie el camino que recorrería la luz, desde una “lamparita” a un “receptor” (símil a una plancha metálica), este último recibe entonces una intensidad de luz nula, por lo que no se activa la circulación de electrones en el circuito, y la puerta queda abierta.
Pero entonces, ¿qué es la luz?, ¿onda o partícula? Para simplificar digamos que lo que para la época fue un dolor de cabeza, ya que regía el principio de “o lo uno o lo otro”, posteriormente se convirtió en una de las más importantes contribuciones a la física cuántica: “tanto lo uno como lo otro” (dualidad onda-partícula).
Así los físicos cuánticos dejaron de utilizar modelos clásicos de partícula y de onda y se inmiscuyeron con nuevos modelos mentales en un mundo microscópico donde rigen otros principios que contradicen nuestro sentido común.

 

El caos, Einstein, el orden

Hace poco leí un cuento en donde al personaje le sucedían cosas muy extrañas. Una noche muy fría de invierno, el Sr. Tompkins se encontraba disfrutando de un exquisito whisky en el living de su casa. De repente, comenzó a sentir que las paredes de la habitación se alejaban, agrandándose el ambiente indefinidamente mientras él mismo comenzaba a flotar en el aire.
¡Tanto se agrandaron los objetos que en un momento se sintió flotando dentro de su, ahora gigantesco, vaso de whisky! Decidido a inspeccionar a su alrededor, empezó a nadar por la bebida. Allí se encontró con un espacio surcado por muchísimas pelotitas semitransparentes que parecían tener una complicada estructura interna y que, finalmente, pudo reconocer como moléculas de agua y alcohol. Además, observó otras estructuras mucho más grandes que se movían sin cesar y en todas direcciones, debido a los innumerables golpes que recibían por parte de las moléculas de agua. Estas moléculas, que describían un movimiento zigzagueante, eran de cebada, sustancia que le da ese sabor y color tan característico a la bebida.
Esta sensación tan extraña para el personaje –quién sabe si producida por los efectos del whisky– le permitió observar de cerca la manifestación del movimiento browniano que presentaban las moléculas de cebada. Éste es el movimiento que nos interesa explicar aquí.
Allá por el año 1828, a Robert Brown, un botánico muy reconocido de la época, le llamó muchísimo la atención el comportamiento que tenían ciertos granos de polen que se encontraban en un pequeño volumen de agua. Brown observó en su microscopio que no sólo estos granos se movían de manera caótica e impredecible (como la cebada en el vaso del Sr. Tompkins) sino que, además, lo hacían de manera continua, es decir, que no dejaban de moverse nunca.
Entonces… “¿Cómo es posible que estas partículas se muevan sin parar, de aquí para allá? –se preguntó Brown–, ¿qué es lo que provoca que los granos de polen se muevan?”
Varias fueron las hipótesis formuladas, no sólo por Brown, para darle una explicación a este fenómeno: ¿será que el polen tiene vida?, ¿será debido a una fuerza externa que impulsa el movimiento?, ¿será producido por la luz?, ¿será quizá debido a las fuerzas de capilaridad?...
O ¿por qué no pensar que se deba a diferencias de temperatura existentes entre dos regiones del líquido…? En fin, muchísimas interpretaciones surgieron en momentos de Brown y posteriores a su trabajo, pero ninguno de los interesados en el tema logró, de manera satisfactoria, comprobar alguna de las hipótesis planteadas.
Paralelamente, entre 1850 y 1875, los científicos Maxwell, Clausius y Boltzmann desarrollaron las bases de la moderna teoría cinética de la materia en la cual se postulaba que las sustancias estaban conformadas por átomos. Este aporte, tan aceptado en nuestro siglo, no lo era en aquel entonces, ya que existían dos bandos claramente diferenciados: los que abogaban por una visión atomista de la materia y los que no. Después de todo, cuando al físico y filósofo Ernst Mach se le preguntó si creía en los átomos, él respondió: “¿Ha usted visto jamás alguno?”.
Ahora bien, en el nivel macroscópico ya estaban sentadas las bases de la Termodinámica con sus dos leyes fundamentales que, como muchos de ustedes sabrán, pudieron ser deducidas y aplicadas sin necesidad de definir cómo estaba constituida la materia.
De esta manera, llegamos al siglo XX con un panorama un tanto confuso y lleno de controversias. Pero entonces, ¿por qué se mueven sin parar los granos de polen? Afortunadamente el misterio llegó a su fin en 1905, gracias a los aportes de Albert Einstein.
En ese año, Einstein publicó un artículo titulado “Acerca del movimiento, requerido por la teoría cinética molecular del calor, de pequeñas partículas suspendidas en un líquido estacionario”, en el que muestra sus estudios sobre el movimiento browniano. En dicho artículo explica el fenómeno haciendo uso de la mecánica estadística, estudiando el desplazamiento promedio de las partículas suspendidas.
Einstein explicó que el movimiento browniano es el movimiento desordenado de las partículas en suspensión, que son golpeadas constantemente por las moléculas de agua. Este billar microscópico desplaza a las partículas en una dirección y otra, dándoles una trayectoria característica en zig-zag (Figura 1). Si bien las moléculas de agua son suficientemente pequeñas en comparación con las partículas en suspensión, son capaces de perturbar a un cuerpo de tamaño bacteriano (de hecho, muchas bacterias y otros microorganismos son afectados por este fenómeno). Cuanto más liviana es la partícula, más sensible se hace su movimiento al chocar con las moléculas del fluido y, en consecuencia, más irregular e impredecible es su trayectoria. Einstein adoptó una visión claramente atomista al considerar al líquido no como una distribución continua de masa, sino como una acumulación discreta de moléculas.
Como mencionamos muy superficialmente más arriba, los átomos y las moléculas habían formado parte del pensamiento de los químicos (y de los físicos y filósofos) durante siglos a pesar de que no se tenían evidencias claras de su existencia. Tan sólo eran utilizados de manera conveniente para realizar ciertas estimaciones o, sencillamente, eran considerados poco relevantes y hasta inexistentes. Gracias a la publicación de Einstein de la “teoría molecular de los líquidos” que subyace al movimiento browniano, se ofreció la oportunidad de realizar una medición directa de las propiedades atómicas.
Entre los años 1908 y 1911, el equipo del físico francés Jean Perrin no sólo logró comprobar experimentalmente las predicciones de Einstein, sino que pudo estimar, además, el tamaño de las moléculas de agua. Evidentemente, la controversia atomismo-antiatomismo quedaba saldada y, por primera vez, el átomo era reconocido como un modelo eficaz para describir la realidad.
El legado científico de Einstein referido al movimiento browniano se deja sentir hoy día fuertemente (no por nada, éste fue su trabajo más citado del año 1905, muy por encima del de la relatividad o del efecto fotoeléctrico). Desde la comprobación experimental realizada por Perrin, el movimiento browniano ha permitido que los físicos ataquen problemas muy variados y ha sido aplicado en campos muy diversos, desde el funcionamiento de una célula hasta las fluctuaciones de la bolsa de comercio. Por ejemplo, se han construido modelos matemáticos que describen el transporte de proteínas en la célula, utilizando una especie de minúsculos motores moleculares. Por otro lado, los llamados trinquetes brownianos utilizan las vibraciones producidas por los choques que reciben las partículas brownianas para convertir el desplazamiento aleatorio e impredecible en movimiento controlado. Estos dispositivos son utilizados, entre otras cosas, para separar fragmentos de ADN en un tiempo notablemente menor en comparación con los métodos empleados habitualmente.

 

¿Es importante la Relatividad en la vida cotidiana?

“–¿Cree usted, profesor, que en el porvenir, su teoría ha de producir efectos prácticos? –volví a preguntar.
–No lo creo –me respondió el profesor–, mi teoría de la relatividad es tan abstracta, en sí, que no puede, bajo ninguna forma, materializarse.”
Fragmento de la entrevista de A. Fernández Arias
para la revista Caras y Caretas (abril, 1925).

Usted se preguntará, amigo lector: ¿ha cambiado acaso la vida social después de las formulaciones tan aparentemente abstrusas de la relatividad? ¿Tiene influencia esta teoría en las vicisitudes de nuestro planeta o está reservada tan sólo a lejanos quásares y misteriosos agujeros negros?
Pues la respuesta es que sí la tiene, y mucha. Vale decir que sin el aporte de Einstein y de sus seguidores muchas cosas serían diferentes. Un buen ejemplo es el célebre Sistema de Posicionamiento Global, más conocido como GPS. Nacido en 1973 en los Estados Unidos de Norteamérica y gestionado por el Departamento de Defensa con un claro objetivo militar (¿algo que ver con la Guerra Fría?), el GPS fue abierto para usos civiles en 1980. Hoy es usado para localizar posiciones con extrema precisión.
El dispositivo está basado en una constelación de 24 satélites orbitando la Tierra de forma tal que desde cualquier punto estén siempre a la vista al menos cuatro de ellos. Cada satélite da dos vueltas diarias al planeta moviéndose a unos 14.000 km/h y a una altitud de 20.000 km.
Como si se tratara de faros estelares, cada satélite emite una “señal de cronometraje” hacia los receptores en tierra con la cual envía codificado el tiempo exacto en que ésta fue emitida, información proporcionada por un reloj atómico muy preciso que viaja dentro del satélite. Con este dato, el aparato receptor calcula el intervalo de tiempo Dt que dicha señal estuvo viajando y de este modo (multiplicando sencillamente ese Dt por la velocidad a la que viajó la señal, es decir, la de la luz c: 300.000 km/seg aproximadamente) obtiene la distancia que lo separa del satélite. Luego, con los datos de otros tres satélites puede calcular, por triangulación, su propia posición tridimensional (altitud, latitud y longitud).
Lo importante del caso es que para que esa distancia calculada a partir de la señal sea lo más precisa posible, los relojes de los satélites y los de la Tierra deben estar perfectamente sincronizados. Esto bien podría ser en principio una cuestión de exactitud instrumental, pero he aquí que con una buena maquinaria y una organizada logística no es suficiente. Sin el conocimiento de los resultados de la Teoría de la Relatividad este sistema no funcionaría correctamente. Veamos por qué.
Por un lado, la magnitud de la velocidad relativa entre los satélites y las posiciones terrestres determina un corrimiento temporal de acuerdo con lo que establece la teoría de la relatividad especial. O sea: vistos desde aquí abajo, los relojes satelitales atrasan. Este aplazamiento se conoce como efecto de dilatación temporal. Empleando el valor de la velocidad entre los dos sistemas, se calcula un corrimiento en la sincronización de los relojes de aproximadamente 7 microsegundos (7 millonésimas partes de un segundo) al cabo de un día.
Por otro lado, dada la altura a la que orbitan los satélites, la magnitud del campo gravitatorio que soportan es unas cuatro veces menor que sobre la superficie terrestre. Esto, de acuerdo con la relatividad general, implica que la curvatura del espaciotiempo es diferente en ambos puntos y por ello la marcha de los relojes, según las predicciones de la teoría, se altera. O sea: vistos desde aquí abajo, los relojes satelitales adelantan. Los cálculos indican que la diferencia resulta ser de aproximadamente 45 microsegundos por día.
Entonces, correcciones relativistas debidas a las altas velocidades y la modificación de la geometría del espaciotiempo debida a la presencia de la Tierra predicen una diferencia entre los relojes de los satélites y los terrestres de unos 38 microsegundos por día.
El lector dirá, con todo derecho, en qué me afecta tal desajuste, si 38 microsegundos no alcanzan ni para peinarse. Eso es cierto: un intervalo tan pequeño resulta muy poco familiar. Sin embargo, este desarreglo afecta considerablemente la precisión del sistema GPS, pues si bien es un ínterin muy pequeño en los tiempos de nuestras vidas, es cuantiosamente grande para las travesías de la luz. En ese lapso la señal recorre una distancia de… ¡11,4 kilómetros! (multiplique c.Dt y sorpréndase usted mismo). Vale decir que en un minuto (si no se tuvieran en cuenta las predicciones de la relatividad) la falla sería de más de 26 nanosegundos, el tiempo que tarda la luz en recorrer cerca de 8 metros.
Conclusión: si nos interesa conocer la posición de un objeto con un error de menos de 10 metros, debemos agradecer continua y repetidamente, una vez por minuto, los aportes del querido Einstein.

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La revolución rusa de 1905

El año en que nacieron los soviets

En enero de 1905, se desató en Rusia un proceso revolucionario que se inició a partir del Domingo Sangriento, cuando fuerzas represivas dispararon sobre una manifestación obrera pacífica que arrojó como resultado más de doscientos muertos. La miseria y el autoritarismo se tradujeron durante este largo proceso en el pedido de libertades civiles, jornada de ocho horas, y el establecimiento de una república democrática. Si bien aquella revolución no tuvo éxito, subsistieron los soviets, los consejos de obreros fabriles destinados a canalizar las inquietudes de las bases y que se transformarían en el paradigma fundamental de la lucha revolucionaria, no sólo en Rusia sino en buena parte del mundo.


EZEQUIEL ADAMOVSKY
Doctor en Historia por la Universidad de Londres. Docente a cargo de la cátedra de Historia de Rusia (FFyL/UBA). Investigador del CONICET.

Hace cien años sucedía en Rusia una de las revoluciones más importantes del siglo XX. Al descontento habitual por la miseria y la falta de libertad se había sumado en 1904 el malhumor por las derrotas en la Guerra Ruso-Japonesa. Durante la segunda mitad de ese año, el malestar social se manifestó de diversas maneras: desde moderadas peticiones de la nobleza progresista, hasta una ola de huelgas y ataques contra funcionarios del gobierno. El proceso revolucionario se desató luego del “Domingo Sangriento” de enero de 1905, cuando las fuerzas represivas dispararon sobre una manifestación obrera pacífica liderada por el cura Gapón. Cerca de doscientos manifestantes cayeron muertos. La indignación por la matanza alimentó todavía más la agitación; el régimen respondió con algunas concesiones menores, ofreciéndose a recibir peticiones y prometiendo el llamado a elecciones para formar alguna clase de poder legislativo, hasta entonces inexistente en Rusia. Esta actitud sólo ayudó a expandir los disturbios ahora también al campo y a nuevos sectores de las clases letradas progresistas, que se animaron a involucrarse en el proceso. En junio, una nueva ola de huelgas y el famoso motín del acorazado Potemkin profundizaron el proceso revolucionario. La derrota en la Guerra Ruso-Japonesa y la humillante paz firmada en agosto terminaron de caldear los ánimos. Siempre por detrás de los acontecimientos, el gobierno respondió con más promesas que, sin embargo, estaban lejos de satisfacer las demandas. Así, anunciaron que se elegirían representantes para la formación del parlamento o Duma a través de un mecanismo indirecto que aseguraba el predominio de los sectores conservadores. Pero la demanda popular era que el voto fuera universal, secreto, directo e igual para todos. En reclamo de elecciones democráticas para una asamblea constituyente, se profundizó la agitación obrera en septiembre, hasta llegar a una gran huelga general en octubre, acompañada de barricadas en los barrios populares de San Petersburgo. La producción, el transporte, las comunicaciones: todo estaba paralizado. Para entonces, los obreros se habían organizado en consejos o soviets. Durante el proceso revolucionario, las demandas obreras se habían ido radicalizando: ya no sólo pedían libertades civiles y la jornada de ocho horas, sino que reclamaban también el establecimiento de una república democrática, una amplia amnistía, y la inmediata entrega de las armas de policías y militares a los trabajadores.
El gobierno lanzó entonces su “Manifiesto de Octubre”, que prometía una monarquía constitucional en la que la Duma, ahora democráticamente elegida, tendría poder real. El Manifiesto conformó a los liberales moderados, quienes pasaron a apoyar al gobierno. Aprovechando el debilitamiento de la oposición y la fatiga de los huelguistas, el gobierno avanzó poco después con medidas represivas. Los disturbios continuaron todavía por varios meses: hasta junio de 1906 los campesinos continuaron atacando a los terratenientes y apropiándose de sus tierras. Sin embargo, el ciclo de la Revolución ya había iniciado su fase descendente. Pronto el gobierno disolvería las dos primeras Dumas hasta lograr asegurarse en 1907, mediante la manipulación de las leyes electorales, una mayoría conservadora. Concluida la revolución, poco parecía haber quedado de los días extraordinarios de 1905.
Y, sin embargo, algo había quedado: los soviets. Mejor dicho, lo que sobrevivió no fueron los soviets –suprimidos inmediatamente por las autoridades– sino su recuerdo y su fantasma. Luego de 1905, la organización en soviets se transformaría en el paradigma fundamental de la lucha revolucionaria, no sólo en Rusia sino en buena parte del mundo.

El nacimiento de los soviets

Surgidos durante la revolución de 1905, los soviets fueron una creación genuina de los obreros en lucha. Cierto, en la mayoría de los procesos revolucionarios anteriores habían existido consejos democráticos de representantes de las masas: los hubo durante la primera Revolución inglesa, en las Revoluciones francesas de 1789 y de 1848, y también en la Comuna de París. Sin embargo, no existía en la Rusia de principios del siglo XX ninguna tradición que apuntara a una forma política tal. Existían sí sólidas costumbres de organización y deliberación colectivas, por ejemplo en las comunas campesinas. Pero ninguna de ellas puede tomarse como antecedente directo de los soviets.
Curiosamente, fueron algunas de las medidas estatales las que facilitaron la aparición de los soviets. Hacia principios de siglo, y para refrenar las tendencias radicales, el jefe de policía de Moscú, Sergei Zubátov, había diseñado una estrategia consistente en separar las demandas puramente económicas de los trabajadores (consideradas “aceptables”) de aquellas otras que pudieran tener componentes políticos. Siguiendo sus indicaciones, se crearon organizaciones obreras legales, controladas por la policía, y se animó a los obreros a canalizar sus reclamos a través de ellas. Esta estrategia paternalista tuvo un fin abrupto en 1903, cuando las propias organizaciones que él había creado comenzaron a organizar huelgas. Lo importante es que, como parte de su diseño, Zubátov había permitido a los trabajadores de Moscú reunirse y elegir representantes, los que luego se agrupaban en un “soviet” (literalmente “consejo”) de obreros fabriles, destinado a canalizar las inquietudes de las bases. Junto con la caída en desgracia del jefe policial, este “soviet” fue disuelto. Algunos de sus miembros, sin embargo, tendrían un importante papel en la organización de las luchas sindicales durante 1905.
Los soviets tal como los conocemos surgieron espontáneamente entre los obreros en huelga durante 1905, inicialmente no como órganos políticos sino de coordinación de la lucha gremial. En general, nacieron bajo la forma de “comisiones obreras” por fábricas, encargadas de dirigir la huelga y representar a los huelguistas en las negociaciones con la patronal, en un contexto en el que los sindicatos o los partidos tenían escasa presencia. De hecho, algunas de estas comisiones evolucionaron transformándose en sindicatos a la manera usual. Otras, sin embargo, tomaron un camino de evolución diferente. Ante la necesidad de coordinar las huelgas más allá del ámbito de cada fábrica, surgió la iniciativa de reunir representantes de todo el movimiento huelguístico de una región, formando así una especie de comité de huelga interfabril. Como parte de la dinámica abierta por la revolución, algunos de estos comités de huelga/soviets evolucionarían hasta convertirse en órganos políticos de dirección revolucionaria; sin embargo, no debe perderse de vista que no fueron creados inicialmente con ese fin –como sostiene alguna historiografía partidista–, sino con el de coordinar la luchas por las demandas económicas que inicialmente planteaba la clase obrera.
El primer soviet de 1905 surgió en la zona textil de Ivanovo-Voznesensk (Moscú), a partir de una junta de representantes de los huelguistas que se encargó de establecer una lista de reivindicaciones económicas. Acompañados de una enorme movilización, entregaron esta petición a las autoridades, las que se comprometieron a permitir la elección de representantes por fábrica. Las elecciones se celebraron, y los 110 delegados electos se reunieron por primera vez el 15 de mayo en el “Soviet de delegados de Ivanovo-Voznesensk”. El soviet se dio como misión dirigir la huelga y negociar con la patronal. Pero las soluciones requeridas para el conflicto no aparecían, y comenzaron a aparecer en el soviet las primeras reivindicaciones propiamente políticas (por ejemplo, la convocatoria a una asamblea constituyente). Lejos estaba el soviet de proponerse la toma del poder, y de hecho terminó disolviéndose desbordado por las presiones de las bases. El ejemplo de Moscú, sin embargo, pronto fue seguido por otras ciudades hasta que, en el pico de la huelga general de octubre, se creó el que sería el verdadero órgano dirigente de la Revolución: el “Soviet de diputados obreros de San Petersburgo”. Aunque para entonces ya había militantes agitando por la formación de un cuerpo revolucionario que tuviera funciones políticas, el soviet de San Petersburgo surgió también con modestas aspiraciones de coordinar la huelga y las negociaciones. En noviembre, poco antes de ser disuelto, llegó a contar con 562 delegados de varias decenas de fábricas, y representantes de 16 sindicatos. Se autorizó en la tercera reunión, con cierta renuencia de los delegados obreros, la participación de los tres partidos socialistas, con sólo tres representantes cada uno. El soviet eligió un presidente y un “comité ejecutivo provisional” formado por 22 miembros (dos por barrio, y dos de cada uno de los cuatro sindicatos más importantes). Como parte del proceso revolucionario, y sin proponérselo, el soviet fue sobrepasando las meras funciones de un comité de huelga, hasta transformarse en un órgano propiamente político, un verdadero “parlamento obrero” con tendencia a ocuparse cada vez de más problemas y asuntos. En algunos aspectos, mostró incluso la disposición a transformarse en un órgano de “doble poder” al reclamar para sí funciones que eran propias del Estado. Este aspecto permaneció sin embargo incipiente. El modelo de la capital se “contagió” a muchas otras ciudades, y también los campesinos y soldados comenzaron a formar sus propios soviets. En total llegó a haber más de 50, algunos de los cuales llegaron a convertirse en órganos de preparación y dirección de la insurrección armada. El propio soviet de San Petersburgo se dedicaba intensamente a preparar tal insurrección cuando el gobierno arrestó a sus miembros el 3 de diciembre. El centro de la revolución pasó entonces a Moscú, cuyo soviet efectivamente inició el levantamiento armado, reprimido tras algunos días de combates. Confirmando lo insinuado ya por el soviet capitalino, el soviet central de Moscú y los de cada barrio asumieron durante el levantamiento, sin proponérselo, algunas funciones de gobierno (por ejemplo, la provisión de agua y alimentos, o la regulación de los alquileres para obreros).

La larga vida de un espectro

Aunque tras 1905 se suprimieron todos los soviets, éstos reaparecieron en varias oportunidades y mantienen aún una existencia espectral. Subsistieron en un tiempo paralelo y diferente al t iempo lineal del poder: el tiempo habitado por la potencia y el acontecimiento, el tiempo vital de la creación humana, el tiempo que sólo vemos cuando el tiempo lineal del poder se agrieta y colapsa todo lo instituido.
Así, en 1917, abierto el segundo proceso revolucionario en Rusia, resurgieron como hongos por todo el país, con una velocidad y un vigor tales que parecía que siempre hubieran estado allí. De hecho, los soviets fueron los órganos fundamentales de la revolución y asumieron rápidamente las funciones de “doble poder” que sus predecesores de 1905 tímidamente expresaran. Su vitalidad en Rusia quedaría seriamente comprometida, sin embargo, desde la misma Revolución de octubre. El partido bolchevique, que supo ganarse la simpatía de las masas durante el proceso revolucionario, vació rápidamente de contenido a los soviets apenas asumido el poder. Como los “comités de fábrica”, la autogestión, y otras instituciones autónomas de las clases subalternas, los soviets pronto dejaron de ser un ámbito abierto para el encuentro libre entre iguales, para convertirse en cáscaras vacías de la nueva organización estatal “soviética” creada por los bolcheviques. Su carácter libre y horizontal no era funcional a los proyectos centralistas y jerárquicos que Lenin, Trotsky y muchos de sus camaradas tenían para la Revolución. El ejemplo de los soviets, sin embargo, persistiría en el tiempo. De Rusia, el modelo se “contagió” a la Alemania de 1918-19, y más tarde a Hungría y a otros países europeos. Incluso en Latinoamérica hubo “soviets”. Y eran “soviets libres” lo que reclamaban los insurrectos de Kronstadt en 1921, antes de ser aniquilados por el gobierno bolchevique. Por su carácter “prefigurativo” –es decir, que “anticipa” en sus propias formas democráticas y horizontales de deliberación el mundo libre e igualitario que desea construirse–, el ejemplo de los soviets también inspiró a muchos de los teóricos de ideas emancipatorias, desde Anton Pannekoek en 1910-20 hasta Michael Albert en nuestros días.
Cuando se formaron las asambleas populares en Argentina tras la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001, y los editorialistas del diario La Nación exclamaron aterrados “¡son soviets!”, los obreros de Ivanovo-Voznesensk deben haber sonreído con orgullo en sus tumbas largamente olvidadas: su creación aún vive como ejemplo para las luchas emancipatorias, y como fantasma para sus enemigos.


Para seguir leyendo:

–Autores varios: Consejos obreros y democracia socialista, Córdoba, Cuadernos de Pasado y Presente, nº 33, 1972.
–Adamovsky, Ezequiel (comp.), Octubre Hoy: Conversaciones sobre la idea comunista, Buenos Aires, El Cielo por Asalto, 1998.
–Albert, Michael, Parecon: Life After Capitalism, Londres, Verso, 2003 [de próxima aparición en castellano].
–Anweiler, Oskar, Los soviets en Rusia 1905-1921, Madrid, Zero, 1975.
–Bricianer, Serge, Pannekoek y los consejos obreros, Buenos Aires, Schapire Ed., 1975.
–Ferro, Marc, La revolución rusa, Barcelona, Laia, 1975.
– Figes, Orlando, La revolución rusa (1891-1924): La tragedia de un pueblo, Barcelona, Edhasa, 2000.
– Shanin, Teodor, Russia, 1905-1907: Revolution as a Moment of Truth, Yale University Press, 1986.
–Strada, V., “La polémica entre bolcheviques y mencheviques sobre 1905”, en Hobsbawm, E. (ed.): Historia del marxismo, Barcelona, Bruguera, 1981, pp. 127-202.

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Julio Verne

El viajero imaginario

El 24 de marzo de 1905, a los 77 años, murió Julio Gabriel Verne; escritor nacido en Nantes, creador de innumerables obras que serían traducidas a varios idiomas y conocidas por varias generaciones. “Viaje al centro de la Tierra”, “De la Tierra a la Luna”, “Los hijos del capitán Grant” y “La vuelta al mundo en ochenta días”, entre sus más destacadas creaciones, lo aventuraron como un excepcional y adelantado viajero de ficción; o como bien lo define el autor de este artículo, “reinventor de los espacios”, aunque paradójicamente, “remiso a abandonar la biblioteca” desde donde a través de libros científicos y un globo terráqueo cimentó la mayor parte de su prolífica carrera.


POR MARTÍN PAZ
Lic. en Letras Clásicas, UBA. Colabora en los suplementos Radar y Radarlibros del diario Página/12.
Actualmente está a cargo del Tesoro de la Biblioteca Nacional de Maestros.

En su relato “El maestro Zacarías”, Julio Verne cuenta la historia de un relojero de Ginebra que, gracias a una pericia sobrenatural, intenta la construcción de un reloj perfecto. La invención de una máquina eterna le garantiza al viejo artesano la inmortalidad y lo equipara a un dios. Ya sabemos que en Occidente, en donde la desmesura y el pecado de soberbia han ocupado un lugar central en los sistemas religiosos desde la antigüedad, esos desafíos a la divinidad no terminan bien. Sin embargo, el castigo que padeció el viejo Zacarías no acobardó a Verne, de quien bien podríamos decir que, si no inventó el tiempo, al menos reinventó el espacio. O mejor, los espacios. Los lugares más remotos del planeta aparecen recreados en sus trabajos; del mismo modo que la Luna, el fondo del mar o el centro de la Tierra forman parte de sus territorios. Bien sabido es que, aunque algunas de sus experiencias como viajero dieron lugar a narraciones literarias, Verne era remiso a abandonar la biblioteca. Desde allí, munido de libros científicos, de geografía y de un globo terráqueo en el que iba tachando los lugares ya utilizados, elaboró la mayoría de sus ficciones. En este punto, Verne, como Borges, se inscribe en la tradición de los escritores que encuentran todos los temas en los estantes, sin necesidad de cazar búfalos, mezclarse con el hampa o emborracharse perdidamente para hallar material para sus textos.

Buscando a Verne

Julio Gabriel Verne nació en Nantes el 8 de febrero de 1828. Fue el primero de cinco hermanos criados en el seno de una típica familia burguesa de la época. Sus padres fueron Sophie Allote de la Füye y Pierre Verne, un abogado que esperaba legar su buffet al primogénito. Infancia y adolescencia las pasó en Nantes y estudió en el Liceo Real. De este período, Verne recordaba su afición por las humanidades y un marcado desapego por las disciplinas científicas. A esta época pertenece la historia, probablemente apócrifa, sobre su alistamiento como marinero a los doce años. Esta temprana vocación de viajero habría sido truncada, de una vez y para siempre, por su padre que lo esperaba en la primera escala del navío para llevarlo a casa. En 1848, se trasladó a París para estudiar leyes y de este modo cumplir el destino que su familia le había asignado. Los diez años siguientes serán sin dudas decisivos para su vocación y formación de escritor. Aunque terminó la carrera de abogacía y comenzó a trabajar como corredor de Bolsa, en París entra en contacto con el ambiente teatral y literario que lo fascina de inmediato. Por esta época se hace amigo de Alejandro Dumas, quien montó una obra teatral suya, hoy descatalogada. Pasaba días en la Biblioteca Nacional leyendo y anotando no sólo textos literarios sino de todo tipo de materias tales como ciencia, geografía, historia, política. Al mismo tiempo escribe obras teatrales, libretos de ópera, breves ensayos críticos, poemas y sus primeros relatos publicados en la revista Le Musée des Familles. Allí aparecerán dos cuentos largos, “Los primeros navíos de la armada mexicana” (1851) y “Un viaje en globo” (1852), que anuncian algunos de los temas incluidos más tarde en su serie más famosa, los Voyages extraordinaires. En los años siguientes, Verne continúa publicando esporádicamente y se dedica a estudiar y a consolidar una posición económica.
En 1856, durante un viaje a la ciudad de Amiens, conoce a Honorine Deviane, una viuda de 26 años que tenía dos hijas de su primer matrimonio, con quien se casa un año más tarde. Todavía habrían de pasar algunos años antes de alcanzar el éxito literario. En 1862, le entrega al editor Jules Hetzel el manuscrito de la novela de aventuras Cinco semanas en globo que será el primer título de una lista que superará los cien. Con esa entrega nació una de las sociedades más prolíficas de la historia de la literatura que cambiará para siempre a la industria editorial. Las nuevas obras aparecerán primero en entregas periódicas en la revista del mismo Hetzel, Le magasin d’éducation et de récréation. Luego, con el título de Los viajes extraordinarios a los mundos conocidos y desconocidos, serán publicadas en formato libro en una edición barata y por último, en ediciones de lujo encuadernadas en cuero que incluían grabados de los ilustradores más famosos de la época. Hetzel era un editor inteligente, puntilloso y poco condescendiente. Sus intervenciones en los manuscritos, a los que modificaba el estilo, alteraba argumentos y suprimía personajes, y los contratos que establecía con sus autores alimentaron el mito de su profesión. Con Verne realizó un acuerdo por el que el autor se comprometía a entregar dos novelas anuales por un período de veinte años. A pesar de la zozobra permanente en la que el cumplimiento de los plazos sumía al escritor, bajo estas condiciones surgieron los mejores títulos de su producción: Viaje al centro de la Tierra (1864), De la Tierra a la Luna (1865), Los hijos del capitán Grant (1867-68) y La vuelta al mundo en ochenta días (1873), por citar sólo algunos de los más famosos. Una vez consagrado, Verne adoptará como residencia la ciudad de su mujer, Amiens, desde donde continuará escribiendo sin pausa hasta sus últimos días.
En 1861, nació Michel, su único hijo, quien a la muerte del padre se va a encargar de editar y completar el abundante material inédito. En sus años de escritor consagrado, Verne sólo abandonará la ciudad para realizar esporádicos viajes por el Mediterráneo o el Mar del Norte en su velero. En los últimos años de vida, con la salud desmejorada a causa de la diabetes sumado a un confuso incidente en el que fue baleado por su sobrino, aparentemente por negarse a prestarle dinero, el escritor se recluye en su casa. Los años en que disfrutaba de un inmenso éxito literario parecen haber quedado atrás. En medio de la indiferencia pasajera de sus contemporáneos, el 24 de marzo de 1905 Julio Verne murió a los 77 años en Amiens.

El futuro llegó

El breve olvido que los lectores dedicaron a Verne durante sus últimos años de vida, rápidamente, quedó sin efecto: el siglo veinte le restituyó la fama con creces y sus obras fueron traducidas y reeditadas infinidad de veces. Esto es porque sus historias de aventuras y futuros de museo siguieron vigentes como lecturas de juventud, de generación en generación. Sin embargo, a pesar del interés atemporal que los libros de Verne continúan despertando, pocas obras llevan tan claramente marcada la impronta de su tiempo. Si bien, a partir del siglo dieciséis, las naciones europeas habían realizado viajes de descubrimiento y exploración de nuevos territorios, en el siglo diecinueve, como parte del proceso de expansión colonialista, las expediciones científicas se multiplicaron. Diarios y revistas masivas publicaban regularmente las novedades procedentes de los nuevos territorios relevados. Científicos viajeros como Humboldt y Darwin, por nombrar a dos de los más conocidos, se volvieron nombres familiares para el lector de publicaciones populares, que al mismo tiempo extendía sus conocimientos geográficos con cada nueva entrega. La ampliación y apropiación de los nuevos horizontes mundiales, así como el aceleramiento de la innovación científica constituyen el marco y las condiciones del éxito de la literatura de Julio Verne. Condiciones que incluyen necesariamente la fe positiva en el progreso irreversible de las sociedades occidentales. En cuanto al punto de vista literario, Verne está influenciado por varios de los subgéneros de la novela decimonónica: la novela popular, la fantástica, la policial, la histórica y la de aventuras. Pero, sin duda, su creación distintiva es un subgénero que mezcla la novela de aventuras con la novela científica. Esta combinación funda su éxito en la construcción obsesiva de verosimilitud. Efecto logrado por la acumulación de datos científicos y pseudocientíficos, y por la descripción minuciosa de espacios geográficos, en algunos casos aún inexplorados para la época. Algunos críticos de su obra sostienen que, a pesar de la fama de genio anticipatorio que le asignó la posteridad por la invención de cohetes, submarinos y demás cachivaches tecnológicos, sus verdaderos aciertos se dieron en el plano de la anticipación geográfica. Mientras temas como el viaje a la Luna o al fondo del océano habían sido tratados previamente por otros autores y las creaciones tecnológicas podían inferirse de los libros técnicos de la época, Verne acierta en la descripción de espacios geográficos conjeturales que, luego, al ser descubiertos, se revelarán sorprendentemente parecidos a los modelos literarios. Algo de esto ocurre con El faro del fin del mundo, una novela ambientada en la Isla de los Estados en el Atlántico sur. Verne, enterado de la construcción de un faro en la inhóspita isla en 1884, lo utiliza como escenario de una de sus últimas narraciones. Sin muchos más elementos que la noticia de su existencia, dicta la que será su primera novela póstuma a su hijo Michel entre 1891 y 1892. El viento y las lluvias australes se encargan de borrar al faro real, el faro imaginado se mantiene incólume. En 1998, un grupo de diez aventureros franceses, bajo la dirección de André Bronner, reconstruye en homenaje a Verne el viejo faro de 1884. Corrección mediante, el faro está donde siempre debió haber estado. Un pequeño desajuste temporal hizo que la realidad se pareciera a la historia, aunque un poco más tarde.


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Jean-Paul Sartre

El filósofo necesario

“Leer a Sartre es una necesidad para todo aficionado a la filosofía, si concibe a esta práctica como un ejercicio del pensamiento que traza líneas de fuga en los saberes establecidos.” Estas palabras de Tomás Abraham seguro han de ser las más indicadas para homenajear a Jean-Paul Sartre, nacido en París el 21 de junio de 1905. Filósofo, novelista y dramaturgo, uno de los más destacados representantes del existencialismo y del pensamiento universal.


TOMÁS ABRAHAM
Filósofo. Profesor en la Carrera de Filosofía (FFyL, UBA). Estudió en Francia con Foucault, Althusser y Canguilhem. Entre los numerosos libros que ha publicado se destacan “Pensadores bajos y otros escritos” (2000), “Pensamiento rápido” (2001), “Tensiones filosóficas” (2001) “Situaciones postales” (2002), “El último Foucault” (2003) y “Fricciones”(2004). Es articulista en los principales diarios y revistas del país. .


La obra de Sartre es monumental. No hay recetas para iniciarse en ella. Quizás lo mejor sea realizar una aproximación cronológica. Nace en 1905, y antes de los treinta años ya tiene un programa de escritura. Desde que vuelve de sus años de estudios en Alemania, escribe simultáneamente filosofía y literatura. Sus escritos filosóficos derivan de su lectura de Husserl. Le interesa el tema de la conciencia. La palabra y la noción de conciencia se repiten incansablemente a través de cuatro textos: La imaginación, Lo imaginario, Bosquejo para una teoría de las emociones y La trascendencia del Ego.
En lo que respecta a la literatura, publica los primeros cuentos que conformarán el volumen de El Muro. No hay aún en esta doble vertiente una alusión recíproca ni una continuidad. Sus obras filosóficas intentan, a partir de la fenomenología, incursionar en los problemas de la psicología. En las primeras décadas del siglo XX, se da en el campo de la psicología una dinámica que moviliza todo el espectro de las ciencias humanas. En él se debaten problemas que antes eran patrimonio de la filosofía: la libertad, el determinismo, la voluntad, la memoria.
Sartre se halla en el cruce de varias tradiciones. Por un lado el positivismo que privilegia los fenómenos fisiológicos para comprender el universo de las conductas. Por el otro un vitalismo bergsoniano que disuelve la conciencia en el flujo temporal. El psicoanálisis marca con su sello el debate que se gesta con su tesis de los efectos del inconsciente y una concepción estratificada de la psique.
Sartre, siguiendo a Husserl, sitúa a la conciencia en el umbral de la intencionalidad. La conciencia no es un ojo que refleja, ni una caja que guarda. No es el rincón de nuestra intimidad, tampoco la reduplicación interior de nuestra vida vegetativa y comunicacional. La conciencia es un desgarrón, está siempre afuera. Aquello que se vislumbraba y se definía como una voz interior, es una flecha que nos lanza al mundo. Por eso toda conciencia es conciencia “de”.
Por otro lado, sus cuentos transmiten una atmósfera singular. Se trata de los desastres existenciales de individuos que pertenecen a la burguesía francesa. Sartre mira a su burguesía, aquella a la que pertenece, con un desprecio de cirujano. Meticulosamente describe situaciones en que se desnudan sus mezquindades y su hipocresía. Salvo en “El muro”, el cuento que le da el título al volumen, las situaciones arrancan de la cotidianidad. En el cuento referido el marco histórico es la guerra de España, se detiene a un combatiente de las Brigadas Internacionales que se resiste al interrogatorio sobre el paradero de un compañero a cambio de su libertad, y para desorientar a sus captores inventa un escondite absurdo en una cabaña al lado de un cementerio, que resulta finalmente el sitio en donde se efectuará la captura. Una estructura trágica en la que la mentira es verdad, y la libertad condena. El protagonista termina el relato con una amarga carcajada ante las jugarretas del destino.
El cuento “La infancia de un jefe” parece el más importante por su extensión. Un jovencito heredero de un papá industrial se prepara para la vida. Para eso deberá ser grande, es decir aprender a conducirse como un adulto. Para ser un futuro jefe debe hacerse obedecer y amar por sus subordinados. Sartre se detiene para describir una variedad de humillaciones que van desde el pequeño agraciado con bucles dorados sentado en las rodillas de su papá, al privilegio que les deparan tanto a él como a su padre los paseos dominicales cuando los obreros de la fábrica con sus familias dejan el paso sumisamente a los patrones.
Sartre muestra a través de su personaje los hechizos culturales de su juventud como el surrealismo, las drogas, las aventuras sexuales, el sueño de un suicidio glorioso, el “ser Rimbaud” de todo aspirante a poeta, tener “complejos” interesantes como todo entendido lector de Freud.
El futuro jefe en una de sus incursiones al Parnaso es desflorado por un surrealista autorizado, aficionado a los jóvenes, que lo pone en contacto con las vanguardias de un modo inesperado. El representante de la cuarta generación de jefes de industria va por mal camino.
Al terminar la historia el final es feliz ya que el protagonista huye del pederasta y encuentra una salida digna y viril con una propuesta de época: el fascismo. Se convierte en un aguerrido antisemita en nombre de su adorada y venerada Francia.
Con La Náusea Sartre se hace conocer. La náusea es un vacío. No estamos “con” la gente. Los individuos se nos aparecen como seres viscosos. Los objetos pierden su utilidad y naturalidad. Todo se nos vuelve ajeno y la sensación que nos queda es de opresión. Antoine Roquentin no es un flaneur de bulevares como en las peripecias literarias del siglo XIX, es un desapegado del mundo. Flota sin conseguir pegarse a lo que todo el mundo se adhiere. Un rol, aunque sea pequeño, una mínima autoridad, el reconocimiento en la mirada de otro de una imagen que nos acomode. Pero no, todo sobra por algún lado, o falta algo que desparrama el ser y empasta los días.
La verdad es que no se sabe para qué seguir, el suicidio es una solución posible, o, quizás, matar a alguien, como en el relato “Erostrato”, en donde el personaje sale a la calle y de aburrido que estaba baja de un disparo al primer transeúnte. Luego se entrega.
Mientras Sartre se divertía con estas ocurrencias, los lectores lo tomaban en serio y fruncían el seño, fumaban dos atados por día, se deprimían en los cafés, no se bañaban. No debe resultarnos extraño que en los años cincuenta el profesor de filosofía analítica en Oxford, Mister Hare, relatara en un encuentro filosófico en la Abadía de Royaumont la historia de un joven suizo huésped de su casa que descubrió en la biblioteca el libro de Albert Camus El extranjero, y que a partir de ese momento perdió su natural alegría adolescente, se deprimió y, para horror de los Hare, comenzó a fumar. Y todo porque al joven suizo se le había ocurrido que “nada tenía importancia”.
Si esto es lo que podía producir Camus, que era un moderado, es más lo que podemos imaginar que provocaba Sartre con sus personajes. No se trata en verdad de hacer una competencia entre Mersault, el protagonista de la novela de Camus, y Roquentin, para ver quién de los dos era el más pesimista. Para empezar porque parecían pesimistas pero no lo eran, sino que, por el contrario, y para mantener este tipo de clasificación anímica, podemos afirmar que eran optimistas, hasta felices. Los personajes escriben, hacen el amor, tienen buenas bebidas, alguna renta que los despreocupa del pan diario, amigos que los soportan, en fin, una náusea perfumada.
Quisiera que el lector no entienda esto último como una ironía, porque lo que en verdad me gustaría transmitir es mi admiración por uno de los filósofos más grandes de la modernidad, y que ha marcado mi existencia, y no sé si lo consigo.
Las cosas fueron cambiando desde el momento en que Sartre descubre en los inicios de la segunda guerra algo que habitualmente se llama “historia”. Se trata de los momentos en que lo colectivo penetra nuestras bien resguardadas vidas y cambia el rumbo de nuestras existencias. El héroe sartreano no podrá ser un personaje que ostenta su soledad ante la pegajosidad de los seres.
Entre los años ’40 y ’45, Sartre escribe los tres volúmenes de su novela Los caminos de la libertad, y su obra filosófica El ser y la nada. A cada uno el Sartre que más le guste, el que aquí escribe se queda con éste, primero porque impulsó lo que algo grandilocuentemente es posible llamar vocación filosófica, y segundo porque se enamoró, no de Sartre, sino de Mateo, el protagonista.
Mateo no es Antoine Roquentin ni Mersault, es una especie de Philippe Marlowe protagonizado por un híbrido de Humphrey Bogart y Robert Mitchum, es decir de un personaje de cine norteamericano, que no cree en nada, que es libre e indiferente, codiciado sexualmente por Ivich y Marcela, cuando no Lola, y que mantiene con el cuadro comunista Bruno una amistad tensa y leal. El contexto es la Segunda Guerra Mundial, la crisis de Munich y las vísperas de la ocupación alemana.
En El ser y la nada, Sartre declina juntas sus dos preocupaciones anteriores: la intencionalidad de la conciencia y el acartonamiento hipócrita de las ceremonias burguesas. Construye el concepto de la mirada del otro, mirada que deseamos domesticar por completo, para evitar así que nos convierta en una cosa y nos congele en un solo gesto. Es un canibalismo psicológico, una lucha de conciencias persecutorias. La mala fe es quizás la más letal de las nociones de Sartre para rastrear y descubrir a la comadreja en su guarida. Se refiere a las conductas de excusa, al naipe bajo la manga que amenazamos con echar en alguna oportunidad que nunca es ésta. Es el mundo de las circunstancias atenuantes, de la obediencia debida, el del realismo salvador. También es el recurso de nuestra intimidad a la que siempre podemos recurrir cuando se desnuda algún fracaso público.
La mala fe consiste en creer que somos siempre algo más que lo que hacemos.
En esta obra Sartre pasa del problema de la intencionalidad de sus obras fenomenológicas al de la libertad. Dispone ya un mundo moral en el que los hombres deben elegir, que no tienen más argumentos para no decidir, y son responsables de cada uno de sus actos. El ser para sí que instituye la conciencia en el hombre, la imposibilidad de ser una realidad determinada por leyes mecánicas y objetivas por la fisura de una conciencia que nos arroja al mundo y nos separa de nosotros mismos, nos retrotrae a Hegel y a su mundo de conciencias desdichadas y luchas entre amos y esclavos.
Pero lo que importa de esta obra no son las referencias explícitas o no de sus antecedentes filosóficos, sino la maestría literaria con la que está compuesta. Tildada de difícil, es en realidad una pieza literaria en la que los pensamientos tienen cuerpo y las abstracciones se resuelven en imágenes de gran belleza.
Las obras de teatro con las que Sartre en la posguerra llega al gran público ilustran con variadas tramas sus ideas filosóficas. Ante las acusaciones acerca de su amoralismo, Sartre se ve obligado a defender su obra como si fuera una doctrina: el existencialismo. Asegura que es un humanismo, que a la brevedad escribiría una moral positiva, y en medio de los callejones sin salida en que se ubica en sus intentos por parecer edificante, descubre el marxismo que le tiende la madera del sentido.
Su activismo político resalta a través de su revista Les Temps Modernes en la que escribe sus artículos contra la política colonial francesa. Se viven los procesos de descolonización en medio de guerras, torturas, actos de terrorismo. La guerra por la independencia de Argelia levanta a la sociedad francesa y la divide en bandos antagónicos. Sartre se hace portavoz del tercer mundo y de sus guerras de liberación, en las que ve la única esperanza de un socialismo revolucionario. Esta salida es la última posible luego de haberse desilusionado del socialismo soviético al que apoyó durante la guerra fría, aún a costa de la invasión a Hungría y de las denuncias de los campos soviéticos.
Intransigente en la mayoría de los casos, justificaba la violencia revolucionaria como partera de la historia. Mientras tanto construía una última obra filosófica, también de grandes dimensiones: La crítica de la razón dialéctica, obra interminable y obsesiva en la que trata de juntar el materialismo histórico con la fenomenología para así hilar en una misma madeja lo infinitamente grande de los procesos históricos, con lo infinitamente pequeño de las decisiones personales. Su último legado, resultado de esta metodología, El idiota de la familia, nos da un Flaubert en tres tomos, a los que sin duda pueden agregarse varios más hasta que el corte de uña del pequeño Gustav, la esponjosidad de su estornudo, se componga en el mejor o el peor de los mundos posibles con la historia de Francia y la lucha de clases universal.
Sartre se convierte en un filósofo clásico que trata de contener y comprender el Todo, un convencido del principio de razón suficiente, un nuevo Leibniz, cuyo propósito delirante de encontrarle a todo un sentido sólo cambió de léxico.
No quisiera plantear aquí una cuestión dogmática del estilo de dos Sartres, el uno joven el otro no, o uno valioso y no el otro. Las elecciones personales no parecen subyugantes para el prójimo, pero a veces no hay argumentos impúdicamente objetivos para sostener una elección. El Sartre filósofo global no es el que me atrae. Es a éste al que el estructuralismo teórico, desde Lévi Strauss a Althusser pasando por Foucault, criticó por no comprender el trabajo que llevaban a cabo. Sartre elaboraba una filosofía de la historia sobre la base de una teoría del sujeto cuya praxis removía los cimientos de lo inerte. Los historiadores, desde Braudel a Veyne, no necesitaban este neohegelianismo. Su tarea disponía otro acercamiento. De todos modos, la discusión que se estableció en la década del sesenta no fue un parricidio. Leer a Sartre es una necesidad para todo aficionado a la filosofía, si concibe a esta práctica como un ejercicio del pensamiento que traza líneas de fuga en los saberes establecidos.

 


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Premio Nobel de medicina 1905

Robert Koch, descubridor del bacilo de la tuberculosis

Cien años pasaron desde que Robert Koch recibió el Premio Nobel de Medicina por sus trabajos de investigación sobre enfermedades infecciosas. Científico botánico, físico y matemático alemán, contribuyó decisivamente a sentar las bases de la microbiología médica moderna al establecer los llamados Postulados de Koch, que en la actualidad siguen siendo perfectamente válidos para conocer si un microorganismo es el causante de una determinada enfermedad..



ANA MARIA PUTRUELE
Médica. Docente Adscripta a la UBA.
Encargada del Área Tisiología del Hospital de Clínicas José de San Martín.
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Nace en Klausthal, Alemania, el 11 de diciembre de 1843, quien llegaría a ser una de las más altas cumbres de la ciencia médica moderna: Robert Koch. Tercer hijo de un hogar modesto de once hermanos y típico representante de la clase media alemana, se inscribe en 1862 en la Facultad de Ciencias Naturales de la afamada Universidad de Gotinga.
Poco después, cambia de orientación e ingresa a la Facultad de Medicina, donde en siete semestres cursa los estudios correspondientes y se gradúa en enero de 1866, a los veintidós años de edad.
De 1867 a 1870 actúa sucesivamente en el Hospital General de Hamburgo en condición de médico interno, luego en un asilo de niños cerca de Hannover, más tarde ejerce la medicina general. En 1870, al declararse la guerra franco-prusiana, se alista como voluntario, actuando en un hospital militar en territorio francés donde adquiere experiencia asistiendo a enfermos de fiebre tifoidea.
En 1872 ocupa el cargo de médico sanitario de distrito de Wollstein.
Pero, el clínico consagrado a la atención de sus enfermos encuentra tiempo para satisfacer su vocación de naturalista. Separa una parte de su consultorio e instala con medios improvisados un pequeño laboratorio y una reducida cámara oscura. Al cumplir veintiocho años, su mujer le regala un microscopio, y con este instrumento Koch se empeña en explorar el mundo de los microorganismos.
En su propia residencia, a partir de 1873, realiza una serie de investigaciones que representan el despertar de la bacteriología clínica.
Despierta su interés el estudio del carbunclo. Consigue por inoculación de material con carbunclo reproducir la enfermedad en serie en un ratón blanco. En 1877 publica los estudios realizados sobre la etiología de infecciones traumáticas y quirúrgicas con la comprobación de que a cada tipo clínico de infección corresponde un microorganismo particular y específico.
En 1880 se radica en Berlín al ser nombrado miembro extraordinario del Departamento Imperial de Sanidad, situación que le permitirá dedicarse por entero a sus grandes designios.
En el transcurso de tres años da estructura y brillo a la bacteriología con fundamentales innovaciones técnicas y con el descubrimiento de los agentes causales de dos grandes azotes de la humanidad: el cólera y la tuberculosis. Describe en 1881 la importancia del cultivo de gérmenes sobre medios sólidos, lo que permite el aislamiento de colonias de bacterias y el desarrollo de cultivos puros que permitieron el rápido descubrimiento de agentes patógenos. Simultáneamente con este trabajo sobre investigación de gérmenes patógenos Koch emprende el estudio de los métodos de esterilización y aporta, con sus colaboradores, la base experimental de la desinfección de agentes físicos y químicos. En agosto de ese año, Pasteur y Koch se encuentran en el Congreso Internacional de Medicina en Londres, donde el primero reconoce el procedimiento propuesto por Koch. De regreso a Berlín, Koch, compenetrado del sumo interés que existía en aclarar la etiología de la tuberculosis, se embarca en tal búsqueda y, para apoyar sus esperanzas de mejor éxito, recurre a una nueva técnica de coloración con el cual comprueba en el material examinado la presencia común de una formación bacteriana. Describe la morfología del bacilo descubierto y su distribución en los tejidos afectados.
Procura el aislamiento del germen; se vale para ello del cultivo en suero sanguíneo solidificado por acción del calor y verifica iguales características en el desarrollo bacteriano, cualquiera sea la procedencia, humana o animal, del material tuberculoso sembrado. Luego, analiza los caracteres de la enfermedad en el cobayo consecutiva a la inoculación de productos tuberculosos y registra en todos los casos la semejanza de las lesiones producidas. En éstas reconoce la presencia del germen que aísla de nuevo en cultivos puros, practica trasplantes en serie y reproduce la enfermedad experimental en diversas especies de animales.
Este notable conjunto de ordenados experimentos prueba de modo terminante que el bacilo hallado por Koch es el agente determinante de la tuberculosis.
En un trabajo publicado en 1884 relata los resultados confirmatorios de la prosecución de sus investigaciones y comprueba la virulencia del bacilo, que persiste varios meses en los esputos desecados y asigna a éstos el principal papel en la propagación de la enfermedad.
En materia de cólera, centralizó su estudio en la epidemiología y las medidas higiénicas a adoptarse para evitar el aumento de los casos, y medidas que fueron rigurosamente aplicadas en Alemania con excelente resultado.
El 13 de noviembre de 1890 publica en la Deutsche Medizinsche Wochenschrif un trabajo sobre “un remedio contra la tuberculosis”, con el relato de los ensayos realizados en el hombre. Indica de nuevo que lo hace antes de haber completado el estudio del producto y da ahora como razón la forma equívoca y exagerada con que ha trascendido el flamante recurso terapéutico. A la vez, invoca ese estudio todavía incompleto para prolongar el misterio acerca del origen y la preparación del medicamento.
En una nueva comunicación, aparecida en el mismo semanario médico, en enero de 1891, da finalmente a conocer el origen y la composición del remedio. Los fracasos se acumulan y sobreviene el derrumbe de las ilusiones iniciales. Reacciones focales desmedidas, aceleración del curso evolutivo de la enfermedad, desenlaces fatales le producen decepción. La responsabilidad de Koch estuvo comprometida, pues él y sus colaboradores fueron los únicos que preparaban la tuberculina y la entregaban a los médicos interesados en su empleo. No obstante, la tuberculina permite la identificación de las personas infectadas y ha conducido al conocimiento de la alergia.
La fortaleza anímica de Koch no se doblega por el fracaso de su remedio y procura aislar el principio activo de la tuberculina bruta y en el transcurso de 1891 logra un producto purificado con el que se obtienen mejores resultados terapéuticos.
En 1893 se inaugura en Berlín el Instituto de Enfermedades Infecciosas creado expresamente para Koch, cuya dirección ocupa hasta 1903, cuando se retira por llegar al término de edad.
El Premio Nobel le es otorgado a Koch en 1905.
El estudio de la tuberculosis ocupa la mente del sabio hasta sus últimos días. En busca de un ambiente más propicio para su delicado corazón se traslada a Baden-Baden y se interna en un sanatorio, donde el 27 de mayo de 1910 se extingue a los sesenta y seis años de edad

Aportes de Koch a la bacteriología moderna

Koch, con sus numerosos trabajos de investigación, sentó las bases de la microbiología médica moderna. Sus aportaciones han contribuido al desarrollo del examen de los microorganismos y de su cultivo.
Desde el punto de vista de las técnicas de laboratorio, aportó medios más precisos para el examen de las bacterias, como la fijación y la coloración, los medios de cultivo y la fotografía de preparados microscópicos.
Robert Koch murió feliz, con la certeza absoluta de que el siglo XX, con personas instruidas e inteligentes, vencería la tuberculosis. Soñaba que ya no habría nunca más guerras ni pobres; creía que habría justicia, libertad, salud y fraternidad entre los hombres.
Sin embargo, ya iniciado el siglo XXI, la situación actual de la tuberculosis es una paradoja, porque precisamente gracias a Koch tenemos los medios para prevenir, curar y erradicar completamente la enfermedad.
El investigador contribuyó decisivamente a sentar las bases de la microbiología médica moderna al establecer los llamados Postulados de Koch, que siguen siendo perfectamente válidos para conocer si un microorganismo es el causante de una enfermedad determinada. Son una serie de reglas para establecer las relaciones existentes entre causa y efecto de un bacilo patógeno y la infección. Dichos Postulados son:
n Un determinado microorganismo puede sólo considerarse responsable de una enfermedad específica, cuando se constate su presencia siempre que se dé en esa enfermedad y no en otras.
n El microorganismo en cuestión debe poderse cultivar fuera del organismo y separado de cualquier otra bacteria.
n La implantación de cultivos puros en animales experimentales ha de producir en ellos la misma enfermedad.
n El bacilo puede ser aislado, en cultivo puro, a partir de un animal de laboratorio infectado experimentalmente.
A pesar de las numerosas revisiones de que han sido objeto, los Postulados de Koch han demostrado su validez a lo largo de los años.
Gracias a su trabajo, la esperanza de controlar la tuberculosis tuvo su fundamento, por un lado en las nuevas posibilidades de diagnóstico y, por otro, en la demostración de que ésta sólo puede trasmitirse de organismo a organismo.
En relación con la extensión de la enfermedad, Koch asignó un papel fundamental a los esputos o secreciones de las mucosas de las vías respiratorias. Por ello recomendó la desinfección de los desechos, con el fin de eliminar la mayor cantidad posible de riesgos de infección
Formuló reglas para el control de epidemias de cólera y las bases de los métodos de control que siguen siendo usados hoy en día.
Su incesante labor investigadora en el campo de las enfermedades infecciosas contribuyó de forma definitiva a adquirir un preciso conocimiento de la malaria, la enfermedad del sueño y la fiebre recurrente.
Pronto se vio que la tuberculina, que elaboró como remedio contra la tuberculosis, no tenía la aplicación terapéutica deseada, pero en cambio demostró ser un buen medio para el diagnóstico precoz de la infección, permitiendo separar a los sujetos en tuberculinos positivos y tuberculinos negativos.
Se cumplen 100 años de la entrega del Premio Nobel a este investigador, que ha contribuido en forma muy importante a la ciencia médica sentando las bases fundamentales de la bacteriología moderna


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Cromosomas sexuales
 

Cien años y una historia

¿Qué determina que un organismo presente características femeninas o masculinas? ¿Qué papel cumplen los cromosomas en esta determinación? ¿Todos los organismos siguen el mismo patrón de determinación? En 1905, Edmun Wilson y Netti Stevens aportaron las primeras evidencias para dar respuesta a estos interrogantes, que actualmente son parte esencial del desarrollo de las investigaciones sobre los mecanismos de determinación del sexo. Lo que sigue a continuación es la historia que hace cien años marcó la asociación entre la determinación del sexo y los cromosomas X e Y.


LILIANA MARÍA MOLA*; SERGIO GUSTAVO RODRÍGUEZ GIL** y PABLO JAVIER REBAGLIATI***
Laboratorio de Citogenética y Evolución. Depto. de Ecología, Genética y Evolución, Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, UBA.
* Doctora en Ciencias Biológicas, FCEN, UBA. Profesora adjunta, FCEN, UBA.
** / *** Licenciados en Ciencias Biológicas, FCEN, UBA. Doctorandos, UBA..

En 1905, ocurrieron numerosos eventos que marcaron el posterior desarrollo de las ciencias. La formulación de la Teoría de la Relatividad, popularmente conocida como E=m.c2 sintetiza el trabajo que realizó una de las mentes más brillantes de la historia: Albert Einstein. En Biología, en tanto, se aportaban las primeras evidencias de la existencia de los cromosomas sexuales. Éstos están asociados con la determinación del sexo, mecanismo por el cual se define si un organismo presentará características masculinas o femeninas.
Las líneas de investigación en este tema, en aquella época, tenían enfoques diferentes y podemos resumirlas en tres grupos, uno Ambientalista (defendido por Geddes y Thomson, desde 1890), donde los factores ambientales determinaban en el huevo el sexo de los individuos; otro Internalista (defendido por Boveri y Morgan), donde la causa de la determinación del sexo se encuentra en factores internos del huevo, y, por último, un enfoque Mendeliano, en donde el sexo se determinaba en la fecundación y por la fecundación. Este último enfoque comenzó a relacionarse con las investigaciones citológicas de los cromosomas, ya que se postuló que los cromosomas serían los portadores de los determinantes hereditarios.

Para comprender mejor el cómo se llegó al descubrimiento de los cromosomas sexuales es útil conocer los distintos tipos de cromosomas sexuales que se conocen actualmente.
En algunas especies los dos sexos tienen distinto número de cromosomas, las hembras presentan dos cromosomas sexuales, mientras que los machos sólo presentan un cromosoma X, y este sistema se conoce como XX/XO.
Otras especies presentan el mismo número de cromosomas en machos y hembras, pero en uno de los sexos los dos cromosomas son distintos entre sí, y a este par de cromosomas se lo denomina heteromórfico. Cuando el macho es el que presenta el par heteromórfico, el mecanismo cromosómico de determinación sexual se denomina XX/XY. En este caso el macho es el sexo heterogamético (significa que producirá dos tipos de gametas, unas portando el cromosoma X y otras el Y), mientras que la hembra es el sexo homogamético, ya que todas sus gametas son iguales. Si el sexo heterogamético es la hembra, el mecanismo se denomina ZW/ZZ. La hembra producirá dos tipos de gametas distintas, unas con el cromosoma Z y otras con el W y el macho producirá todas las gametas con el cromosoma Z. El sistema XX/XY se encuentra en la gran mayoría de los mamíferos, así como en muchos insectos; el sistema ZW/ZZ se observa en aves, mariposas, polillas y algunos reptiles.
También existen mecanismos con múltiples cromosomas sexuales, por ejemplo con más de un X (X1X1X2X2 en hembras y X1X2Y en machos) o con más de un Y (XX en hembras y XY1Y2 en machos).
Existe otro grupo de organismos que no presentan cromosomas sexuales reconocibles. En ellos la determinación puede estar dada por el ambiente en que se desarrollan los individuos, o bien por un sistema simple de genes en los autosomas.

¿Cómo se llegó al descubrimiento de los cromosomas sexuales?

Herman Henking, en 1891, estudiando la meiosis masculina en una chinche (Pyrrhocoris apterus), y Clarence Mc Clung, en 1902, en un saltamonte (Xi- phidium fasciatus), observaron la presencia de un cromosoma particular que sólo se hallaba en la mitad de los espermatozoides. Al desconocer su función, Henking designó a este elemento como “X”, y Mc Clung lo denominó “cromosoma accesorio”, proponiendo que guardaba alguna relación con el sexo (Figura 1).
En 1905, Edmund Wilson, en otras especies de chinches (Lygaeus turcicus, Euchistus fissilis y Caenus delius) y Nettie Stevens en el escarabajo de la harina (Tenebrio molitor), describieron en los machos la presencia de dos cromosomas de tamaño considerablemente distinto (a los que Wilson denominó idiocromosomas), que al separarse en la meiosis originaban dos tipos distintos de espermatozoides, unos portando el cromosoma grande y otros portando el cromosoma chico (Figura 2). Por primera vez se consideraba una pareja de cromosomas relacionados con la determinación del sexo, los cromosomas X e Y. Antes de conocerse esta relación, lo que sucedía en el dominio de la herencia no parecía tener consistencia alguna y las reglas de aparición de algunos defectos hereditarios resultaban caprichosas.
La relación de estos cromosomas y la determinación del sexo tuvo distintas interpretaciones. Mc Clung propuso que los espermatozoides que portaban el cromosoma X al momento de la fecundación producirían machos (XX) y los que no lo portaban producirían hembras (XO). En cambio, Wilson, sobre la base de sus investigaciones y las de Stevens, propuso que los espermatozoides que portaban este cromosoma producirían hembras (XX). Posteriormente se corroboró que en estos insectos las hembras poseen dos cromosomas X mientras que los machos sólo uno.
Theodor Boveri y Walter Sutton (1902-1903) propusieron en forma independiente uno de los conceptos fundamentales en genética, la relación entre la herencia de las características y los cromosomas (Teoría cromosómica de la herencia). En 1910, Thomas Morgan con sus experimentos en la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster), establece la relación entre una característica particular (ojos blancos) y su ubicación en el cromosoma X, aportando nuevas pruebas para esta teoría.
En 1917 Wieman describió la presencia de cromosomas X e Y en células humanas, pero recién en 1956 Tjio y Levan, en células cultivadas en laboratorio, y Ford junto con Hamerton, analizando la meiosis masculina describieron que los cromosomas en la especie humana son 46, 23 pares de autosomas homólogos y dos cromosomas sexuales (XX en la mujer y XY en el hombre) (Figura 3).
Hasta aquí nos hemos referido exclusivamente a los animales, ya que en ellos es donde se describieron por primera vez, y es además el grupo de seres vivos donde los cromosomas sexuales se encuentran más ampliamente representados. Pero las plantas no quedan fuera de esta historia, ya que desde 1923 se sabe que algunas plantas dioicas tienen cromosomas sexuales, tal como lo describió Blackburn en xilene (Xilene latifolis) y Kihara & Ono en la acedera (Rumex acetosa). En las plantas también se encuentran distintos sistemas de cromosomas sexuales, como el XX/XY, sistemas múltiples, y en el sauce mimbre (Salis viminalis) muy probablemente el sistema ZW/ZZ.
¿Cómo se diferenciaron
los cromosomas sexuales?

Hoy en día hay consenso respecto a que el X y el Y provienen de un par de cromosomas homólogos, entre los cuales era posible la recombinación en toda su longitud. Este par de cromosomas poseía algunos genes que estaban involucrados en la determinación del sexo. Como consecuencia de millones de años de evolución, este par de cromosomas perdió la capacidad de recombinar en la mayor parte de su longitud. En aquellas zonas donde se produjo la pérdida de homología, quedaron los genes involucrados en la determinación sexual; la acumulación de mutaciones en esta región llevó a que los cromosomas X e Y divergieran uno del otro. En mamíferos el X permaneció de tamaño semejante al cromosoma original, mientras que el Y disminuyó de tamaño.
El hecho de que ambos cromosomas conserven aún una pequeña zona de homología, permite la recombinación y garantiza su correcta separación.
La manera en la que se compensa la pérdida de tanta información es diferente en cada tipo de organismo, los hay aquellos que aumentan la actividad del único cromosoma X, como es el caso de los machos de la mosca de la fruta. En otros hay una inactivación casi total de uno de los dos cromosomas X de la hembra. En los humanos, así como en la mayoría de los mamíferos, esta inactivación se denomina lyonización, nombre en homenaje a Mary Lyon, quien descubrió la inactivación al azar de uno de los cromosomas X. El detalle de este proceso abarcaría otra nota.

La determinación del sexo en humanos y moscas, ¿es igual?

Si bien los humanos y la mosca de la fruta compartimos el sistema XX/XY, los mecanismos por los cuales se produce la determinación del sexo en ambos es muy diferente. En los humanos la determinación del sexo está dada por la presencia del cromosoma Y que posee la información genética que determina la masculinidad, mientras que en las moscas está dada por un balance entre el número de cromosomas X y el número de juegos de autosomas; si hay sólo un cromosoma X se produce un macho, si hay dos cromosomas X se produce una hembra.
El pequeño Y de humanos posee muy pocos genes, sin embargo hay uno muy importante, el SRY (Sex determining Region Y, región determinante del sexo del cromosoma Y). Este gen dirige una serie de cambios que conducen a la formación del testículo a partir de una gónada indiferenciada. Actúa como el interruptor de la luz, si está presente produce desarrollo masculino; si está ausente, la gónada se transforma en ovario.
En cambio la información genética presente en el cromosoma Y de las moscas es sólo necesaria para que el macho sea fértil. Para determinar el sexo actúan inicialmente dos genes, uno ubicado en un par autosómico y otro en el cromosoma X, que regulan la actividad del gen interruptor SXL (SeX Lethal). Cuando se produce igual cantidad de producto proteico de los genes de los cromosomas sexuales y de los autosomas (XX/AA), se activa el gen SXL permitiendo el desarrollo de una hembra. En cambio, cuando hay un solo cromosoma X se produce la mitad de proteína activa (X/AA), lo que no es suficiente para activar al SXL y en consecuencia se desarrolla un macho (Ver recuadro “El Y perdido”).
Lejos estaban, en 1905, Wilson y Stevens de pensar en una determinación del sexo tan compleja como la descripta, no sólo por el desarrollo científico de los últimos cien años, sino también por la fuerte influencia de pensamientos sociales y religiosos preponderantes en su época. Sin embargo, sus descubrimientos e interpretaciones fueron la piedra fundamental de las actuales líneas de investigación del complejo mundo de la determinación sexual.

El Y perdido

¿Qué sexo presentará un individuo que por algún motivo perdió el cromosoma Y y sólo tiene un cromosoma X, en humanos y en la mosca de la fruta?
En humanos, la monosomía del cromosoma X se denomina Síndrome de Turner, y su fenotipo es femenino. Este síndrome presenta características clínicas definidas, como ser estatura extremadamente baja, cuello ancho y gónadas vestigiales. En cambio, en la mosca de la fruta los individuos son fenotípicamente machos, pero estériles.

GLOSARIO

Autosoma: Cualquier cromosoma que no es un cromosoma sexual.
Cromosoma: Molécula condensada de ácido desoxirribonucleico (ADN) asociada a proteínas, observable durante la división celular, que sirve de vehículo para la transmisión de la información genética.
Homólogos: cromosomas o segmentos cromosómicos que poseen los mismos genes y la misma forma. Durante la meiosis éstos se aparean, recombinan y luego se separan.
Dioico: plantas que tiene las flores de cada sexo en individuos separados.
Fenotipo: Manifestación visible del genotipo en un determinado ambiente.
Gen: Secuencia de ácido desoxirribonucleico (ADN) que constituye la unidad física y funcional para la transmisión de los caracteres hereditarios.
Genotipo: Conjunto de los genes de un individuo.
Meiosis: Tipo de división celular que produce cuatro células con la mitad del número cromosómico de la célula original. En los animales origina las gametas (espermatozoides y óvulos).
Mitosis: Tipo de división celular que produce dos células con el mismo número cromosómico de la célula original.
Monosomía: Ausencia de uno de los dos cromosomas homólogos.
Mutaciones: Alteración producida en la estructura o en el número de los genes o de los cromosomas de un organismo transmisible por herencia.
Recombinación: proceso por el cual dos cromosomas homólogos apareados, intercambian información genética entre regiones similares de los dos cromosomas.

Bibliografía

–Delgado Echeverría, I. (2000), “Nettie Maria Stevens y la función de los cromosomas sexuales”, en: Cronos 3 (2):239-271.
–Delgado Echeverría, I. (2003), “Los estudios morfológicos en la teoría de la determinación cromosómica del sexo”, en: Dynamis 23: 307-339.
–Griffiths, A. J. F.; Miller, J. H.; Suzuki, D. T.; Lewontin, R. C.; y Gelbart, W. M. (2002), Genética. 7ª Edición. McGraw-Hill. Interamericana. España.
–Solari, A. J. (1994), Sex chromosomes and sex determination in vertebrates. CRC Press, Inc.
–Solari, A. J. (1997), “La evolución de los cromosomas sexuales en los mamíferos”. Anales de la Academia Nacional de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, 49: 95-104. Buenos Aires, Argentina.
–Vyskot, B. & R. Hobsa (2004), “Gender in plants: sex chromosomes are emerging from the fog”. Trends in Genetics 20(9): 432-438.

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